Vine a Guanajuato porque me dijeron que era la ciudad de la cultura, pero encontré la desgracia.
Un jueves por la noche todo cambia. Caminaba con dificultades al hotel donde me hospedaba, luego de beber con unos amigos que apenas me presentaron por la tarde, pero que, por su conversación y simpatía, ya los conocía de toda la vida. Hicimos un gran clic gracias a otro amigo, J.M. Servín. Oliverio y Alan terminaron de caerme bien desde el momento que me dijeron que le iban al mejor equipo de futbol, al club de la mala suerte: Cruz Azul.
Pasada la media noche, mi cuerpo se sentía agotado pero vivo. Estaba a tan solo un par de cuadras del Hotel de la Paz y no logré llegar a mi habitación, donde mi plan era dormir como un tronco. Pocas veces me he enfrentado a situaciones que me han dejado aterrado y humillado. Ésta fue una de ellas, espero que sea la última.
Todo ocurrió el jueves 11, el Día de las Flores, un festejo desbordado que tiene su origen en la celebración de la Virgen de los Dolores: altares coloridos, vendedores ofreciendo distintos tipos de artesanías, juguetes de feria, comida, confeti, verbena popular a su máxima expresión… pero sobre todo mucho alcohol. Mis nuevos amigos comentaron que esa noche nadie dormiría, que todo mundo estaría en la pachanga, bebiendo en los jardines, cantinas, antros y en cualquier espacio de la “ciudad de los callejones”. Hoy no se duerme, así que éntrale durísimo. Perfecto.
Luego de visitar el Museo Olga Costa-José Chávez Morado y escuchar por horas a Don Manuelito, tenía mucha sed y hambre. Sólo deseaba que se callara de una vez por todas el exasistente particular del pintor guanajuatense. Manuel, el gran anfitrión de esta aventura cultural, Alan, J.M., y yo nos dirigimos al restaurante “La vida sin ti”, del estupendo chef y poeta Oliverio. Allí degustamos una riquísima sopa de tuétano con brócoli y coliflor; filete de res con salsa de jerez, arroz blanco y verduras salteadas; guayabas en almíbar de postre para cerrar una deliciosa comida, obvio con sus respectivas cervezas y digestivos.
La felicidad es una ganancia caprichosa y lo estábamos logrando. Por la ventana veía a jóvenes y adultos cargando cartones de cerveza, bolsas de hielos, frascos, botanas y vasos con un entusiasmo envidiable: la dulce sensación que la noche los raptaría en un prolongado arrebato de alegría.
Mientras bebíamos y reíamos a carcajadas, Manuel, Alan y Oliverio, amigos desde la infancia, recordaban episodios de sus travesuras adolescentes, fiestas interminables y sus escapadas a la media noche al cine porno de la ciudad. Nos vemos al rato en el Golem, tengo que regresar a mi casa y si no lo hago ahora no podré salir del centro, dijo a medios chiles Manuel cuando la luz color cobrizo se asomaba por la ventana.
Llegamos a ese bar fresón y ya teníamos nuestra mesa reservada frente a una de las tres barras del lugar que estaba repleto de jóvenes dispuestos a divertirse como nosotros. Pedimos una botella de ginebra y a inflarle … uno, dos, tres, cuatro tragos. A los 39 años comencé a entender que la vida es algo precioso. Apenas llevaba un par de semanas de casado. Pedí al barman conectar mi celular porque ya tenía 10% de batería: error inicial que desencadenó tantos equívocos.
Salimos del bar borrachos pero con la claridad de que teníamos que descansar, ni un chupe más. J.M. me dejó en la entrada del “Hotel de la Paz” y dobló hacia la izquierda para internarse en el “Mesón de los poetas”. Mi celular sonaba y sonaba, llamadas, mensajes de Whatsapp de mi pareja que jamás respondí porque se me había olvidado en “El Gólem”. A la una y media de la mañana le respondió un tal Humberto: sí, aquí lo dejó conectado, que pase mañana para devolvérselo. Karla durmió preocupada. En tanto, yo estaba frente al elevador y sabía que en unas cuantas horas sería víctima de una cruda de esas monumentales, la que cuesta abrir los ojos y cuando lo logras el dolor de cabeza es insoportable. Así que salí del lobby para comprar un Gatorade que me ayudaría a escapar de la resaca.
Caminé un par de cuadras y noté que un vehículo me echó las luces. No distinguí bien el modelo pero al emparejarse me di cuenta que era una patrulla de la policía municipal de la ciudad de Guanajuato. Qué pasó, hacia dónde te diriges. Voy a comprar un Gatorade. Mmm, ¿a estas horas?, muéstrame tu identificación. Busqué en mi pantalón mi credencial del INE y la tomó una mujer policía que estaba un poco pasada de peso. De inmediato, otra mujer policía regordeta bajó de la unidad. ¿Todo bien? Con que vienes del DF y qué haces por acá. Soy periodista y vine a realizar unas entrevistas. ¿Así de tomado? Bueno, así concluyó mi día, oficial. Búscate si tienes un billete por lo menos o con qué vas a comprar tu Gatorade. Con mi tarjeta, no tengo efectivo. Uyyy, eso está grave. Cómo que sales sin efectivo. Si quieren vamos al cajero, no tengo problema. Terminé de decir esas palabras y mis piernas temblaron. Me invadió una sensación de vacío que se concentró en el estómago. En segundos, una de ellas me tomó del brazo de una forma tan brusca que sentí sus uñas enterradas en mi piel. Oye, qué pasa. Nada, sólo que a borrachos foráneos no los queremos aquí. ¡Vete a armar tu desmadre a México, pinche culero! Mientras forcejeaba, la otra policía me empujó y me dobló la mano izquierda. Estás detenido por alterar el orden público. ¡Qué! ¡Suéltenme! ¡No he hecho nada, por favor! ¡Cállate, pendejo! ¡Muy chingón, no! Esto le pasa a los borrachos como tú. ¡Qué te crees estúpido!De repente, una de ellas me dio un patadón tan fuerte cerca de mi nalga derecha, digno de la UFC, que me hizo tambalear (aún tengo el moretón). Escuché risas altaneras. ¡Arráncate!
Ilustración: Patricio Betteo
Estaba en medio de las uniformadas y pensé lo peor. México, el país de los desaparecidos. Guanajuato, el estado que lidera los homicidios dolosos; tierra del huachicol y de la violencia incontrolable. Estaba a merced de la temible policía municipal. Me sentía como si hubiera hecho algo muy malo. Oí a mi corazón palpitar tan fuerte como un caballo de carreras. ¡Agáchate, mierda! Una de ellas me tomó del cuello y me sometió durante el trayecto. La otra empezó a golpear mis costillas. Lo mejor que le salía era la furia. Cada vez que recibía un golpe o un jalón del cuello quería huir, pero no sabía cómo. Esto no tuvo que pasar, esto no tuvo que pasar… es una pesadilla, es una pesadilla… me decía como una forma de consuelo. Me bajaron de la patrulla y no entendía nada. Miré los rostros siniestros de las mujeres policía que me pasaron a una especie de MP. ¡Por favor, déjenme hacer una llamada! ¡Cállate, aquí no vienes a dar órdenes! Deposita aquí todas tus pertenencias. Me entregaron una bolsa transparente de plástico. Deposité ahí el reloj Casio, cinturón, tarjetas de débito, del Metro-Metrobús, INE, la mitad de mis lentes de sol Ray-Ban (me los rompieron cuando me subieron a la patrulla), agujetas de mis tenis y seis pesos en monedas. Fue hasta ese momento que me percaté que no traía mi celular, que lo había olvidado en El Golem (al final nunca me lo regresaron, se lo quedaron, me lo robaron).
Según el Bando de Policía y Buen Gobierno para el Municipio de Guanajuato violé los artículos 34-Fracción I y 41-Fracciones V y VI: “Alterar el orden, arrojar objetos o líquidos, prender fuego provocar riñas o participar en ellas, ya sea en lugares públicos o privados, en reuniones, espectáculos públicos o en sus entradas o salidas”. “Causar molestias por cualquier medio, que impidan el legítimo uso del espacio público y dirigirse a una autoridad con frases o ademanes que, según la costumbre y el sentido común, sean incorrectos”.
No lo podía creer. Solté una risa discreta que destilaba enojo y frustración. Movía la cabeza. No puede ser. En verdad, no puede ser. Era la una de la mañana y tenía la boca reseca, la lengua espesa, blanca. Subí unas escaleras de concreto custodiado por dos policías, había dejado atrás a las mujeres que se ensañaron conmigo. Todo por no traer efectivo. Abrieron una de las tres prisiones y me dejaron con una decena de otros que “infringieron” la ley. Esto me olía a una especie de “cazaborrachos” para sacar dinero y cumplir con la cuota en la noche que nadie duerme en la capital. Unos estaban parados, otros sentados recargados en la pared y algunos al fondo durmiendo, tapados con unas cobijas percudidas. La celda olía a mierda, orines y sudor. La taza, ubicada en una esquina, se desbordaba de suciedad y vómito.
¡Por favor, déjenme hacer una llamada! ¡Es mi derecho! ¡Soy periodista! Así grité durante 10 minutos. No sé de donde saqué tantas energías, quizá de mi frustración y hartazgo de estar tras las rejas. ¡Ya cállate cabrón, deja dormir! Dijo un sujeto que estaba cubierto con una manta color beige. ¡Ven a callarme, pendejo! Y seguí pidiendo una y otra vez que me dejaran hacer la maldita llamada. Nadie se asomaba, ningún policía aparecía. Poco a poco, la cárcel donde estaba y las otras dos se llenaron de jóvenes a quienes habían arrestado por orinar en la vía pública, por pelearse en el bar causando destrozos, por robar o simplemente por quedarse dormidos en los jardines.
Un chavo rubio de no más de 20 años llegó ensangrentado del rostro y de la camisa blanca que vestía. ¡Sáquenme de aquí! ¡Yo no hice nada! ¡Yo conozco al gobernador, Diego Sinhue! ¡Por favor! ¡No puedo estar aquí! ¡Tengo que trabajar mañana! Los gritos alteraron el ambiente. ¡Deja dormir, culero! ¡Ven y cállame, puto! El joven vociferaba desconsolado, le escurrían mocos de tanto llorar. Había en él una angustia nueva que le apretaba la garganta. ¡Déjenme salir! ¡Se los suplico! Lloraba como un niño y lo entendía. Estar encerrado es sinónimo de desesperación y más si no cometiste algo indebido. Tenía mal aspecto, parecía como si fuera a morirse. ¡A verrr, ya bájale de huevos! Un policía abrió la puerta, sujetó al muchacho y lo esposó de espaldas en los barrotes de la cárcel. Esto es para que aprendas a respetar a la autoridad. A ver, tú también. Yo también, qué, le respondí al poli que por dos horas estuvo provocando a todos con frases burlonas: eso les pasa por andar tan tarde en las calles, esto te ocurre por caminar briago, putito, están aquí por pendejos, no sirven para nada, yo que sus papás, los dejaba aquí para que mueran como perros, pinches chamacos, sólo nacieron para cagarla.
El poli me colocó de espaldas, con las manos esposadas en los barrotes de la prisión. Los grilletes ajustados me quemaban la piel. Se acercó a mi oído. ¡Esto es para que no andes chingue y chingue que eres periodista! Aquí te callas y ya, no hay de otra… ¿¡Entendido!? Sólo pude oler su aliento de muela picada. No podía demostrar debilidad en esos momentos de dolor, pero era inútil. Volví mi cabeza tratando de dirigir mi mirada a un lugar menos deprimente. Nada funcionaba en ese lugar donde, justo frente a nosotros, se podían leer los “derechos de los detenidos”. Había dos puntos de un cinismo total, una burla: los detenidos por ninguna circunstancia pueden estar incomunicados, y ningún detenido puede ser objeto de técnicas que lastimen su estado físico o menoscabe su integridad moral. Yo pasé más de 10 horas incomunicado y esposado como si fuera un delincuente.
Los minutos en ese cuarto pestilente se movían con lentitud. Estaba muy cansado, mis piernas ya no respondían y mis muñecas las sentía hinchadas de dolor. Perdí la noción del tiempo, faltaban muchas horas para que amaneciera y se presentara la trabajadora social que era la única encargada de pasar lista y resolver la situación de 60 personas repartidas en tres celdas. La funcionaria llega a las 10, luego sale a desayunar y no hay una hora fija para que los atienda, nos pasó a decir un poli en el cambio de turno. Dependiendo el caso alguno de ustedes puede salir de inmediato o quedarse 36 horas. Escuchar eso provocó que llorara en silencio, con los ojos fuertemente cerrados en una expresión de impotencia. Pensaba en Karla, mi bella esposa, en lo preocupada que estaría por no responder el celular que perdí en El Golem, en el mal rato que pasó al no saber nada de mí. Seguro se imaginó lo peor. Todo me parecía un accidente excesivo y despiadado. Luchaba por mantener la calma, no pensar en nada y con la esperanza de salir pronto de mi acelerada trayectoria hacia la catástrofe.
Recordé la cobertura que realicé del conflicto de los Caballeros Templarios en Michoacán y la adrenalina a tope cuando recorrí los caminos caprichosos de Tierra Caliente. Cada vez que veía a un militar, policía federal, estatal o municipal me invadía un sentimiento de miedo y repulsión; pero cuando me topaba a los autodefensas me sentía a salvo. No es casualidad que la gente repudie a los cuerpos policiacos por su incompetencia, corrupción y malos tratos. Afuera de las instalaciones de la policía municipal se escuchaban los gritos de familiares en busca de ¡Cristian! ¡Francisco! ¡Diego! ¡Fernando! ¿¡Están bien!? ¡Aquí estamos! ¡Tranquilos! ¡Ahorita los sacamos!
Por fin llegó la trabajadora social a pasar lista. Se tardó una hora en hacer ese trámite. Y tú qué haces aquí otra vez, le dijo a un tipo mugroso de la cara. Pues aquí jefa queriendo dormir y comer gratis, quiero cumplir mis 36 horas de arresto, no tengo problema. Las peticiones de otros muchachos otra vez resurgieron. Encargos y mentadas de madre. Señorita, atiéndame por favor. Ya estoy cansado de estar así toda la madrugada, soy de la CDMX y tengo para pagar mi multa. Ayúdeme, supliqué. ¡Qué barbaridad, por qué te dejaron así! ¡Por pinche rojillo, jajaja!, soltó un tipo de la celda vecina. Ahorita vengo por ti, ¿si tienes con qué pagar? Claro, tengo mi tarjeta, ojalá todavía esté en mis pertenencias.
En pocos minutos tres chicos universitarios me pidieron que les ayudara a pagar sus respectivas multas porque no traían dinero, de lo contrario pasarían 24 horas más de encierro, incomunicados, a la deriva. Por favor, compa, saliendo de aquí le marcó a mi novia para que te role el dinero… Yo igual, te dejo mi celular de garantía, voy con mi mamá y te veo en el hotel donde te estás quedando… Carnal, la neta no traigo nada, ni celular, ninguna pertenencia, me robaron todo, pero neta que te pago, voy a mi casa que está a dos horas de aquí y te busco, me cae de a madres. No nos dejes aquí, ya ves que no podemos hablar con nadie allá afuera… Si me dan la tarjeta, le digo a la trabajadora social que yo cubro su cuota, no se preocupen.
Pasaron 10 minutos y escuché mi nombre. Qué suerte, ya vas a salir, dijo el poli de las bromas de mal gusto. Compa, compa, ayúdame, págame, préstame varo y allá afuera nos vemos. Eso fue lo que escuché de decenas de jóvenes de las otras cárceles, mientras me quitaban las esposas. Los huesos de mis muñecas eran tan frágiles como un hojaldre. Bajé por las escaleras de concreto y una señora güera me regresó mis cosas. Revisa que esté todo y firma aquí. Ufff sigue viva mi tarjeta, pensé. Ahorita pagas en la ventanilla, son 850 pesos por alterar el orden público, sí te dijeron, ¿no? También quiero pagar la multa de tres chavos que estaban conmigo. ¿En serio? ¿Mucho varo o qué? Dale los nombres al poli para que los baje. Pagué mi multa y esperé en el patio de la comandancia. ¿Es neta? Mejor ya vete, estos güeyes no te van a pagar y tú vas a salir bailando como un perro. Ya pélate y déjalos ahí a esos culeros, me comentó el poli que estaba custodiando las celdas. No se preocupe, sí me dan confianza y seguro me pagarán. Y así sucedió. En el transcurso del sábado me dieron el dinero en efectivo. Atravesé la línea del infierno y volví al mundo. Como es fácil de comprender, esa madrugada fue la peor de mi vida, un recuerdo fresco y doloroso. Pero como decía Dostoievski, no hay que dejarse descorazonar, no sucumbir, cualquiera que sea la desgracia ocurrida: eso es vida.
Moisés Castillo.