Tomado de: Revista México Desconocido.-
Cuenta la leyenda que, durante la Colonia, en lo que ahora conocemos como Yuriria, existió una familia que dio vida a esta leyenda. Se trataba de Antón Trombón, un hombre robusto y noble cuya posesión más preciada era precisamente su esposa, María Pacueca.
La vida de este matrimonio transcurría de una manera pacífica. Los días en la región eran tranquilos y cálidos. Sin embargo, en el momento más inesperado, todo cambió.
Sucedió mientras los hombres habían salido de cacería. Las mujeres se habían quedado en sus casas a apurarse en sus quehaceres mientras los niños jugaban plácidamente en los exteriores.
En ese momento de vulnerabilidad absoluta, un grupo de hombres enardecidos atacaron a la ciudad. Barrieron con las semillas y con todo lo que tuviera algún valor monetario. No obstante, también decidieron llevarse a las mujeres y a los niños. Los pobres gritaron por auxilio pero no había nadie que los ayudara.
Cuando los hombres regresaron, encontraron el desastre. “Fueron los chichimecas”, murmuró uno de ellos mientras trataba de contener el llanto y la rabia. Nadie creía que hubiera esperanza alguna de recuperarlos. Sin embargo, Antón Trombón no se dio por vencido.
Además, aquel hombre era muy amigo de uno de los capitanes de la guardia española así que este le había regalado un clarín. Entonces, Trombón decidió tocarlo. En ese momento se reunieron todos los hombres y
comenzaron a perseguir a los ladrones quienes se dirigían rumbo a Valle de Santiago.
Cuando por fin consiguieron acercarse, Trombón tocó el clarín. De esta manera, los chichimecas creyeron que eran perseguidos por la mismísima guardia española y decidieron abandonar todo para poder huir.
Minutos después, llegaron los hombres de Yuriria y lograron recuperar a sus mujeres, hijos y todas sus pertenencias. Sin embargo, faltaba un niño y ese era, precisamente, el hijo de Antón Trombón.
El tiempo pasó y, a pesar de que la gente buscó a la criatura por todos lados, nunca fue encontrado. Finalmente, tanto Antón como su esposa murieron. Sin embargo, como homenaje a aquella inolvidable hazaña, los del pueblo sembraron tres ahuhuetes y les pusieron los nombres de aquella desventurada familia: uno era Antón Trombón, el otro María Pacueca y el último se llamó “El Niño Perdido”.
El Niño Perdido que se convirtió en tlacuache
Pasó el tiempo y comenzaron los planes para rediseñar el lugar, pero, antes de que esto se concretara, el cuidador del sitio comenzó a quejarse amargamente de un tlacuache que de repente aparecía. El pobre animal salía de la nada y siempre se metía en el árbol que correspondía al del Niño Perdido.
Entonces, la gente empezó a murmurar. –Se trata del Niño Perdido –decían algunas voces –pobrecito, seguro quiere regresar a casa –añadían otras, pero el velador se mostraba incrédulo hasta que se hartó de tanta charlatanería y en ese momento decidió hacer algo al respecto.
Así que, una vez que estuvo adentro del árbol aquel pobre marsupial, el velador le prendió fuego al ahuehuete para asustar tanto al tlacuache que optara por salir corriendo y nunca más volver. No obstante, las llamas se salieron de control y devoraron tan rápido al ahuehuete que ya no hubo manera de salvarlo. Por supuesto que el tlacuache murió atrapado durante el incendio.
La gente lamentó la pérdida. Sin embargo, decidieron rendir homenaje al árbol y plantaron uno nuevo pero esta vez con una cerca que lo protegiera para siempre.